domingo, 7 de octubre de 2007

CRÓNICA 3


PROHIBIDO MEAR


Es increíble aquello en lo que nosotros hemos convertido a los baños públicos. Lo confirmé un día de cielo bien limeño en que la premura de ese potro que no hay quién lo pare - por una china - logró dejar en ridículo a su dueño. Y si digo en ridículo no dejo de ser un poco mentiroso. Sino que lo digan los transeúntes que por ratos se detenían a mirar aquel bicho raro en que me había convertido. Porque, mi cuerpo se había encogido como papel arrugado, ante esas desesperantes punzadas que suelen acribillar a uno cuando ya no se puede aguantar más. Y es que la cojuda enseñanza de no mear en lugares públicos la llevaba como una cruz a la que tendría que acostumbrarme por el resto de mi vida. Y ustedes dirán: para eso están los servicios públicos. Sí pe. Yo también pensaba así. Lo que ignoraba era que cada vez que salgo tengo que guardarme una chinita para el ñoba. Peor aún cuando tal evento te encuentra desarmado. O sea, misio. Con las justas para chapar tu combi. Más difícil aun es hallar una mano que se apiade de este mortal apuro. Están, los que todo ven dinero y no dudan en decírtelo en tu cara pelada: “Y dime qué quieres que haga, cuñao. Este es un restaurante, no un huarique de borracho meón ¿Tienes o no tienes plata? Si no, está demás. Pa` la próxima…” ¿Pa’ la próxima? Y ahora qué hago, me dije con desesperación tratando de buscar un rinconcito en la calle, donde pudiese atrincherarme y dibujar esa zigzagueante línea dorada color chela.


No se imaginan la cantidad de fantasías que navegan por la cabeza de uno con sólo pensar que la misión (micción) está cumplida. Mientras me rompía la cabeza tratando de darle solución, mi vista fue acaparada por un perro, que sin el menor reparo alzó su patita, como bailarina de ballet, previa olfateada, y una vez culminada su parada sentí que me miraba. Como diciéndome: “¿por qué tanto problema tío? Sólo hazlo.” Me bastaría con un granito de espacio. Así de pequeño. Ya no podía más, a partir de ese momento dejé de ser el ciudadano modelo que guarda su basurita en el bolsillo y ni bien llega a casa besa a sus hijos y esposa, y que con una delicadeza aprendida de un manual de Frieda Holler se deshace de esa pequeña molestia. Ahora era mear o morir. Retroceder nunca, rendirse jamás. Una vaina así. ¡Diablos!, no sé por qué los gringos se pasarán toda la vida creando imaginarios monstruos en sus películas o espectaculares hazañas para salvar a una tripulación de un atentado. Bueno, heme aquí, preso por no haber traído una china. Con la mismas angustias y anhelos de vivir que esos personajes. Sólo que misio y lorcho.

Después de caminar sin resultados encontré un sitio. Miré al cielo y creí sentir el consentimiento de Papa Lindo, cuando ni bien bajé la vista empezaron a caer diminutas gotas sobre mi cuerpo, como patitas de araña, Sí. Estaba seguro que por acá nadie pasaría. Mierda, el panorama que tenía ante mis ojos era de los más tétricos. A mi costado, montículos de basura eran muy bien apreciados por perros, que sumergían su hocico con desesperación. Más allá, una figura fantasmagórica emergía entre los desperdicios. Llevaba consigo una muñeca sin cabeza, que alguna vez habría acobijado el corazón de una niña. Lo que llamo mi atención es que llevaba consigo una carreta, de esas que a uno le dan cuando se va a un super mercado.

Aún hoy evoco esa imagen con cierta nostalgia del lugar donde terminé. Después de todo era un marginal más, un excluido al igual que el otro hombre, yo, que se encontraba en ese sitio. Tal vez, con menos libertad que él. Por eso no le tuve miedo cuando pasó cerca de mí. Por eso, hoy siempre que camino por esa misma calle trato de buscar a mi otro yo. Porque detrás de está ciudad cucufata, de piletas huachafas, siempre habrá un resquicio para esos personajes tan entrañables que Julio Ramón Ribeyro inmortalizó y que harán todo lo posible para que nadie se olvide de ellos. Para que no me olvides, lector.