sábado, 10 de enero de 2009

CRONICA 15

ALIENACIÓN

No lo podía creer. Después de tanto tiempo deseándolo, el milagro se estaba dando, ahí, en ese preciso instante. En la ducha. Se jabonó por tercera vez con esa poción mágica que le habían recomendado en el mercado. Se jabonó con furia al ver el breve resultado en la palma de su mano. Escuchó que su padre lo llamaba desesperado desde la puerta, pero Sebastián lo siguió ignorando mientras el chorro de agua caliente caía interminable sobre su cabecita y su piel se llenaba de heridas por la intensidad como se refregaba obsesionado con aquella idea. Ya no habría quién lo molestara en el salón. Ya no habría miedo al salir con papá. Ya no le picaría la cabeza cuando caminara por la calle y las piernas le dejarían de temblar.
Ahora sí podría conquistar a Carmencita. Su amor de siempre. Invitarla a bailar. Decirle que todos los días llegaba temprano al colegio sólo para verla. Que fuiste tú quién le dejó esa carta de amor en la silla. Pensó en eso y muchas cosas más. Sumergido en el vapor del baño se sintió como si flotara en ese mar de nácar y fue el niño más feliz del mundo. Pero algo, un no sé qué, trataba de decirle algo, de regresarlo de ese estado. Caramba, pensó con miedo, la familia ya no me reconocería y creerán que algún ladrón se metió por la ventana de la ducha y que a su hijo Sebastián lo secuestraron.
Los golpes en la puerta se hicieron más intensos y ya no era sólo papá sino toda la familia que gritaba su nombre. Por un momento trató de improvisar algún discurso. Pero, quién le creería, se respondía una y otra vez sin hallar respuesta. El cambio en él era más que evidente, empezando por su cabello que había dejado de ser ondeado para dar paso a una cabellera lacia. Sus labios, por los que era humillado en el colegio, con bromas que terminaba aceptando sobre su condición de animal de zoológico, como lo llamaban sus compañeros, apenas si se arqueaban como una flor, ahora. Y su piel, de la que tanto rabiaba sin dormir con el rostro en llanto, adquirió el color rosa del dulce algodonado.
Aspiró todo el aire que pudo y esperó que los golpes en el marco cesaran. Se acercó a la puerta y pegó la oreja en busca de algún ruido. Alguna señal de vida. Algo. Apenas si se escuchaba la voz de su hermanita y mamá hablando por teléfono. Estarían llamando a los bomberos, a la ambulancia. Ya no tardarían en venir. Un golpe secó y el grito de su padre lo regreso en sí. Tenía qué hacer algo. De eso estaba seguro. No había escapatoria esta vez. Sus manos se aferraron a la cerradura, dejándose caer una y otra vez por el sudor que lo mojaba todo. 
Desesperado, se sentó en el suelo apoyándose en la puerta. Nada. Ni una idea. Sólo el corazón que intentaba salirse ante cada pálpito. A cada golpe de la puerta que en cualquier momento se abriría y entonces lo verían así. Y él trataría de explicarles lo de la poción. Todos los malditos años de su vida intentando ser como cualquier otro. Aguantando el peso de ser diferente, no sólo afuera sino en su propia casa. Cuando salía, por ejemplo, a jugar con sus primos y alguien por ahí soltaba esas preguntas que lo martirizaban día y noche:”Oye, ¿y has visto al hijito de Mario?”, y te miraban raro. Sí. Tú propia familia. Tú propia sangre. Tú, con tan solo diez años, ya podías sentir aquel peso, aquella tragedia, como si el cielo con sus estrellas te aplastaran, conspiraran contra ti. 
O cuando, esa vez, recuerda, no te quisieron dejar entrar a una panadería en Miraflores con tu papá y el guardián se reía, poniendo cara de sorprendido, desconfiando del niño que le suplicaba que lo dejara pasar. Que aquel señor era tu padre. Pero nunca te creyó a pesar de ser él, aquel guardián, también igual. Y entonces no hiciste más que esperar en el rincón más sucio de la calle, cerca de los carros, con la mirada clavada en el piso sin encontrar respuesta y el viejo preguntando por ti. ¿Qué te había pasado? ¿Dónde estabas? Me tenías asustado. Pero te callaste porque a los diez años, no lo sabías, nadie te lo quería decir, explicártelo, que naciste culpable, sin haber hecho nada. Que esa sería tu condena por el resto de la vida. Vayas a donde vayas, ese dios al que tanto querían, al que te obligaban a amar con sus ojos verdes, odiaba y aborrecía a los nacidos como tú y te lo haría recordar como un puñal que nunca terminaba de hundirse en la piel, que con el tiempo se fue acostumbrando al dolor, a la cara taciturna y remota. Al ya pasará, mientras hundías el rostro en la almohada, tragándote el miedo y el llanto era como volver a vivir. Y solo así olvidabas todo.
Te mentías, diciendo que era un mal sueño, que mejor olvidarlo. Pero eso sí, lo evitabas hasta donde más podías, encerrándote en tu cuarto por meses, años. Faltando al colegio. Y el viejo no entendía porqué su hijo no quería salir. Una vez trató a la fuerza de llevarte a la escuela y cuando su rostro volteó a mirarte, no supo qué decir al verte temblar. Te rogaba que le contaras tu pena. La tristeza muda que te agobiaba. El nudo en la garganta que no te dejaba hablar. Pero él se acostumbró a ti. Se acostumbró a esa pequeña felicidad, de música y televisión. A veces al cine. A la heladería. Con tal que seas feliz, hijo. Te lo repetía a cada instante y el miedo desaparecía con tus padres al costado. Dejaba de sangrar y reías, reías al ver a papá y a mamá que se las ingeniaban para ver, aunque sea un segundo, llorando de risa a su pequeño. Tratando de protegerte, inventándote mundos donde el protagonista era siempre Sebastián.
Sin embargo, a veces, surgía aquel sentimiento extraño, aquella hostilidad sin sentido hacia los que más te amaban. Y los culpabas a ellos, con esa mirada tuya que lo incendiaba todo y te complacías al verlos sufrir el mismo sufrimiento con el que parecía que te ibas a tragar el mundo. Porque, te respondías, quién más tenia la culpa, quién sino ellos, los que te trajeron a este infierno eran los únicos culpables. Y ese amor que te daban, podías sentirlo, era la manera de cicatrizar sus propias heridas. Por eso era que ya no te importaba lo que pasara después. Si entraban y te veían así, desnudo. Buscaste entonces refugió en tu propia piel, sintiéndote como un recién nacido en la humedad del piso del baño. Y seguías jabonando, porque a lo mejor era posible.