jueves, 8 de mayo de 2008

CRÓNICA 7


Irnos

Esto escuché de un niño:

“Nos dijeron que teníamos que irnos en el transcurso de la semana; que ya no había más palabras que darle al tema y respiramos el olor de los desarraigados, la tristeza de tener nada; y la casa, con sus esteras, sus paredes cubiertas de periódicos, su tierra aplanada por los pasos de nuestros abuelos, se nos impuso con sus ruegos de huérfanos; ya no veríamos las estrellas desplegar su brillo de lagrimas por entre las grietas, que entre yo y mi hermano habíamos aumentado para verlas entrar silenciosas y derramarse durmiéndose en su charco de luz blanquecina; ya no veríamos al cerro despertándose de su letargo de sal y neblina como nos acostumbrábamos yo y él. Y el frió mortuorio ya no nos acariciaría más por las noches hasta llegar a nuestra cama, de Papá , mamá y hermano, que éramos felices en ese cuadrado de paja y tornillos, con los patos y gallinas dejando su plumaje caer lento por sobre la casa.
Y a ellos, aquel día, se les veía reunidos en el patio sin ganas de nada y yo los miraba, desde sus penas escarbar en la basura, realizar vuelos inútiles, como una manifestación obrera. Pero todo estaba perdido y lo sabían y nosotros, mi hermano y yo , sin saber que hacer, recordamos los olores primeros; el olor de las esteras viejas de nuestra casa; recordábamos con los ojos cerrados caminando y tocando cada ricón de su estructura, aquél donde conversábamos con los muertos que la abuela invitaba cuando perdió la vista; aquel otro donde ocultábamos nuestra primer diente; y embriagados de felicidades pasadas nos olvidábamos que ya nada nos pertenecía; que no importaba qué pasaría después, seríamos los sin tierra, sin recuerdo de nosotros mismos más que esta nuestra pena vestida de tiempo.
Nadie hablaba de cuando llegarían esos hombres y nos despojarían. Seguíamos conversando de los problemas de siempre, riendo de papá que dormía de noche y trabaja de día recogiendo todo en la ciudad dormida. Que cuando regresara nos traería un regalo. Siempre hay algo que traer, nos decía cargando entre sus hombros botellas y cartones. Tal vez algún día encuentre algún cofre con mucho dinero y podamos comernos todos los helados del mundo, ¿no? Un cofre, como los de esos cuentos de piratas que se leen en esas historias.
Pero de eso ya hace mucho. No había ganas de nada, ahora. Papá regresaba borracho y se dormía sobre su propio vomito, mamá lloraba con sus novelas y tejía, nadie sabía para quien y una vez terminado su trabajo deshacía todo y comenzaba su propio martirio. Entonces comprendimos que el peso de la casa era una pena de la que nunca nos recuperaríamos; que no importaba si esos hombres entraban en la madrugada y nos encontraban ahí; destruirían la casa con nosotros adentro; escucharíamos las palas metálicas desmoronando nuestro único hogar, a mama tejiendo sin sentido y el grito seco de ese monstruo de metal matando nuestros recuerdos y yo abriría los ojos para volver a dormir; diciéndome que todo pasaría cuando vuelva a despertar; que todo sería como antes de venir a vivir acá.”