viernes, 24 de octubre de 2008

CRONICA 12



Secretos


Y un día todo cambió. Ya no era el mismo de antes. Ya no nos recibía con su risa bonachona como todos los domingos que íbamos a visitarlo con la familia. Ya no quería (así nos dijo esa mujer extraña vestida de blanco que apareció de la nada) que nos trepáramos a tus piernas y nos durmiéramos- mi hermana y yo- mientras nos contabas tus historias de aviadores que se perdían en la selva y comían lagartos y se quedaban a vivir ahí con las mujeres más lindas y nos mostrabas orgulloso tus heridas de guerra cuando pertenecías a la fuerza aérea. Diciéndonos -mientras nos abrigabas con las sábanas en aquel nuestro cuarto tatuado de aviones de toda una vida- que no hay nada como contemplar el atardecer desde allá arriba. Sentir el nacimiento de un arco iris ¿Te acuerdas? Cómo abrías la boca como un oso para recibir los chocolates que tanto te gustaban y te traíamos haciéndote la persona más feliz de la tierra y nos preguntabas qué tal nos había ido en el colegio y te enorgullecías de tener unos nietecitos tan inteligentes.
Hasta que un día apareció esa otra figura ¿Quien era esa mujer que estaba siempre a tu lado y nos negaba estar contigo? ¿Qué hicimos Gebrielita y yo para que nos trataras así? Nos mirabas desde el fondo de esos ojos y sólo llegabas a estirar la mano cuando querías comunicarte y antes que Gabrielita adivinara tu urgencia aparecía esa desconocida. En el almuerzo, mientras mamá y tío Alfredo se reían recordando sus travesuras de niño, a veces te dormías con el cucharón suspendido en la mano de esa extraña. A veces un olor raro cortaba la conversación y todos volteaban a mirarte con ya acostumbrada indiferencia. Entonces aparecía ella y ayudaba a levantarte y ya no volvías a aparecer sino hasta el día siguiente, siempre con la misma mujer a tu lado, como una maldita condena. Te peinaba y perfumaba con colonia que no era de hombre y te ayudaba a vestir y como si tú no pudieras, como si tú... imagínate, que solías jugar a los gladiadores con nosotros y te repetías incansable que a ti nadie te vence.
Ahora verte así, pasando horas enteras sin decir nada. Clavado en esa silla de metal que cambiaste por el amor de nosotros. Todo porque alguien, no sé cómo, te dijo que yo no quería ser aviador como tú. Y es que a mí, abue, siempre me causó miedo estar allá arriba, dentro de la barriga de ese monstruo de metal. Y si un día que me invitaste a viajar lo hice, era porque te amé y te amaré siempre. Y me tragué el miedo sólo para verte reír y cerrar los ojos de felicidad. Por verte decirles a tus amigos que su nietecito le había salido igualito al abuelo y me cargabas sobre tus hombros imitando el sonido de esas naves y estirabas las manos, mientras yo me aferraba a tu cabeza y así recorríamos toda la ciudad hasta llegar a la heladería, la misma heladería, el mismo lugar, donde me confesaste que le ofreciste amor eterno a la abue. Y me mostrabas tú nombre y el de ella escrito sobre la mesa. Escrito con la temblorosa ortografía de un enamorado. Pero no. Lo mío es acá. Me decía a mi mismo. Eso tú nunca lo supiste. Tampoco sabías que a veces me despertaba en la madrugada mojado porque tenía pesadillas con eso que a ti tanto te gustaba y que me encerraba en el baño para que no me veas llorar. ¡Cómo iba a defraudarte a ti!
Qué no quieras hablarme yo lo comprenderé, ¿pero Gabriela, qué tiene ella que ver en todo esto? Gabrielita siempre te fue fiel. La pobrecita, no sabes como lloró cuando esa bruja que ahora te acompaña le dijo que ya no volverías a comer chocolate y tú ni siquiera te dignaste a mirarla desde ese otro lugar, desde esa silla llena de tubos que se te metían por la nariz y el brazo y toda esa gente extraña que no nos permitía verte y decían preocuparse por ti.

lunes, 20 de octubre de 2008

CRÓNICA 11


En los extramuros
Lo despertaron en la madrugada dos hombres de traje blanco alrededor de su cama. En el marco de la puerta su mamá lloraba inconsolable ante su padre que solo le atinó a decirle al oído:”Miguel, tienes que irte hijo”. El no supo que responder. Todo le parecía un sueño de esos que solía tener cuando era muy pequeño. Así que inclinó leve la cabeza y con un gesto de ciego se refregó los ojos y buscó a tientas su ropa de diario y su disco de Oasis que siempre llevaba cuando imaginaba que el viaje iba a ser largo. Los dos hombres vestidos de blanco se sintieron avergonzados y sin saber qué hacer. Cuando salieron a la calle los vecinos miraban el espectáculo como si estuvieran en el teatro. Los más curiosos trataban de acercarse y al ver el rostro de pena de los padres de Miguel se daban media vuelta y se olvidaban del tema. Ya adentro en el carro, Miguel sintió que esto debió ser lo más cerca de la fama que haya tenido y hizo un gesto de risa, saludando a los que murmuraban en pequeños grupos reunidos alrededor de su jardín. Su perro ladró y lo siguió con la mirada.
Cobró conciencia sobre hacia donde lo llevarían. Así había sido siempre cuando sus padres se sentían impotentes, pensó. Cuando aparecía ese otro Miguel que él mismo odiaba pero que no podía controlar desde niño. Cuando le pegaba a su mejor amigo del barrio y regresaba en llantos a la casa diciéndole a mamá que no sabia que le había pasado y su mamá, siempre, “No te preocupes hijo. Yo te voy a ayudar” y lo llevaban donde la Amelia, la gitana, para que se le quitara el diablo y le aseguraban que era algo pasajero, que lo habían bautizado tarde y nada más y le pasaban un huevo sobre el pecho y la brujita miraba la yema en un vaso de agua y le amarraban una cinta verde en la muñeca y después de un silencio la Amelia le aseguraba a la señora que ya está.
Después de un tiempo regresaba el otro Miguel y no entendían el por qué de su descontrol. Rompía el televisor y desafiante amenazaba con el cuchillo a su madre que se deshacía en lagrimas a los pies del niño pidiéndole disculpas por lo que hizo y no pudo hacer y él corría a su cuarto a encerrarse en su mundo de música y televisión, abriéndose heridas en el brazo hasta que caía cansado al pie de su cama, sintiéndose niño otra vez.
Lo recordaba bien todo, como si hubiese pasado ayer. Se quedó con la mirada clavada en el paisaje que discurría entre los cristales pensando si algún día podía llegar a ser como ese chico que pasaba por ahí con su novia, abrazándola, ir a la universidad, llegar a ser especialista en cibernética y comprarles una casita a sus viejos por tanta mierda que les hizo. Nunca es tarde, se dijo en voz baja.
Sintió el pinchazo de siempre y esta vez no opuso resistencia y se dejó llevar por un sentimiento de ternura que lo abrazaba todo mientras unos sujetos lo amarraban y se le tiraban encima y le abrían la boca y ya no era él, ni ese otro al que tanto odiaban, sino un muñeco al que arrastraban por la calle.

domingo, 5 de octubre de 2008

CRÓNICA 10


CONSTANTINO


Voy a esculpir un unicornio con una lágrima mía y guardarla en tu memoria hasta que volvamos a vernos, Constantino. Yo, el joven de ahora, el que era niño de mirada gris, temeroso de vivir, que te imaginaba como el sol, implacable, casi inmortal, hoy busca en sus recuerdos y reconoce la sabiduría de un viejo navegante, el amor de un padre hacia su hijo, tantos hijos...
Sé también que tu sonrisa está en el cielo, jodiendo como te encantaba hacerlo la mayoría de las veces, con esa falsa maldad en la que se escondía un niño más, que lo único que buscaba en este mundo era amor. Ese amor que más tarde se convirtió en fuente infinita de sabiduría de la que miles de personas bebíamos a diario cuando entrábamos a esa nuestra otra casa, que fue siempre el colegio.
Quiero pedirte que me disculpes porque la última vez que te vi andabas apurado entre el tumulto y la bulla en la feria del libro y no me atreví a saludarte. Quiero que sepas que si tal vez no fui ese prototipo de alumno reyrojino tan machacado en la cabeza de otros, sin embargo no dejé de ser menos afortunado. Quiero agradecerte por forjar en mí esa libertad que mi familia de origen nunca tuvo y que este país, día a día, se encarga de negársela a millones de nuestros hermanos como una maldita epidemia y que me ha servido y servirá para encarar la vida y mirarla de igual a igual ante tanta desigualdad. Qué la vida era muy pequeña para contenerte, Constantino.
Que si por momentos te tuve resentimientos por cómo me tratabas a veces, las noches en vela en que me he roto la cabeza pensando en ti estos ultimos tiempos, han sido más que suficientes para reconocer a otro ser humano. Con sus falencias y sus virtudes. Y qué virtudes. Al fin y al cabo fueron errores de una persona noble, desinteresada, que mostraba una gran sonrisa cuando algún ex alumno venía a visitarle y en sus ojos reconocías cuán agradecido estaba por todo lo que le ofreciste, y tal vez sin saberlo tú mismo, en que medida habías llegado a entender su corazón.
Decirte que algún día nos veremos, y ya no será sino para contarte que desde acá abajo - esta vida - todos te extrañábamos tanto.