domingo, 21 de diciembre de 2008

CRONICA 14


EL INQUILINO


Mamá siempre me habló de Miguel. Lo estimaba bastante. Cuando llegaba cansada del trabajo (en ese entonces andaba yo perdido en los exámenes finales) agradecía el momento en que lo conoció, la oportunidad que le brindó de poder trabajar en su casa.
Sin secundaria y con un hijo a cuestas, madre sufría al verme llorar y sin poder hacer nada por darme algo en esta vida. Por eso, nunca se cansó de repetirme que fue un milagro de Dios el conocer a un joven tan bueno. Así fui conociendo a ese tal Miguel del que tanto me hablaba en las pocas horas que madre estaba en la casa. Y de cuando le ofreció trabajar para su familia, una de las tantas veces que solía caminar de puerta en puerta en busca de alguien que se compadeciera.
Yo recuerdo aún el rostro feliz de ella aún cuando el cansancio la ganaba y se dormía en la sala y sus envejecidos ojos despertaban para verme ir a la universidad. A mí se me quebraba la voz y prefería llorar a solas en el baño al verla trabajar a sus sesenta años. Maldecía a ese señor que nunca conocí y del que ella se negó a hablarme hasta el día de su muerte.
En cambio, cuando hablaba de Miguel, sus ojos se llenaban de vida y se juraba que no me dejaría sin acabar la universidad. Desde entonces es que el nombre de ese chico que tanto nos había ayudado era una interrogante que nunca terminaba de inquietarme. Sobretodo porque jamás lo veía.

Acabada la universidad, graduado en psicología, me prometí que mamá ya no tendría que hacer ningún esfuerzo que le robara los tantos años de vida que le tomó criarme y sobre los que yo, en secreto, me culpabilizaba día y noche. Estuve en más de tres trabajos y ahorraba todo lo que podía para comprarle una casita a la vieja que pasaba horas recordando su niñez, acariciando fotos donde salía ella en la playa junto con su familia, "cuando era bella", así decía. Ella a los doce años vestida de princesa. Ella en alguna feria comiéndose una enorme manzana azucarada y al fondo payasos subidos en zancos e improvisando sonrisas.
Pero, dentro de todo, siempre regresaba al nombre de ese joven que yo conocía por lo que me contaba. De lo bien que la trataba y que le decía que no, cuando se exigía mucho. Había veces que le pedía que no hiciera nada y le contara sobre su vida. Entonces le hablaba que había tenido más de ocho hermanos pero que solo conoció a dos. De su primer trabajo con una señora que era muy mala y no le permitía ir a la escuela, a la que ella sentía que odiaba pero no podía hacer nada porque le daba casa y comida. La vez que se enamoró y que me tuvo a mí. Que aquel mi padre le pidió que abortara o sino se marcharía y que por tenerme se marcho.
El joven Miguel nunca utilizó la palabra sirvienta para llamarla y alguna vez le dijo que era como su segunda madre. Nunca mostré interés en conocer a esa persona que la regresó a vivir. Agobiado por acabar la universidad solía pasarme todos los días afuera haciendo todo tipo de trabajos para salir adelante. Fue la muerte de mamá lo que creó en mí la necesidad de conocer al tal Miguel.

No tuve que esperar mucho para verlo. Fue una llamada de madrugada y en la que me suplicaba que lo hospedara por unos días solamente, hasta que arreglara unos documentos para viajar a Francia, donde había ido a vivir su familia. No le pregunté cómo había conseguido mi número y menos aún me atreví a negarle el favor. La imagen de mi madre se me vino a la mente y sin prestar atención a lo que me decía, sólo atinaba a responder que sí a todo. Al fin vería, yo agradecido, la cara de quien le había devuelto la alegría a mi madre.


Ordené lo más que pude mi habitación y compré una pizza para recibir a mi invitado que, me había dicho, llegaría en cualquier momento. Traté de improvisar algún discurso, evitando mi nerviosismo, pero este era inevitable. Así estuve toda la tarde, mirándome al espejo y recreando alguna manera de presentación que no cayera en el sentimentalismo, hasta que el timbre sonó. Y solo entonces, mis ojos por fin pudieron ver al Miguel del que tanto me había hablado ella. Era un chico que podría tener mi edad o hasta podría ser menor y al que de sólo verlo me vi en la obligación de abrazar. Hablamos de la vez que mamá tocó su puerta y él no supo qué hacer con esa mirada. La ternura que había sentido sólo de verla y de como siempre le hablaba de mí. De la pena que sentía al no poder ofrecerme nada. Hablamos, recuerdo, toda la noche evocando a mi madre y yo podría asegurar que mamá estaba allí. Que fue ella quien le dio mi dirección.


Los días pasaban y yo salía muy temprano para el trabajo que quedaba lejos de mi casa. Cuando regresaba cansado, un Miguel servicial me abría la puerta y me enseñaba francés. Qué en cualquier momento se iría - decía - que lo disculpara por el atraso de sus documentos y tomábamos unas botellas de vino y el me convencía de que me vaya a Francia con él. No sé cuanto tiempo transcurrió desde que lo vi la primera vez, pero imaginaba que esos documentos demorararían en salir y que esa sería la única vez que lo vería y era una forma de agradecerle por todo lo que hizo por mi madre.


Hasta que un día llegue muy tarde a mi departamento y desde el primer piso pude escuchar un ruido que provenía de mi habitación. No le presté atención y me conformé con imaginar que Miguel había dejado la radio prendida. Cansado y lleno de papeles, apenas si pude abrir la puerta. Allí estaba Miguel y una chica más, bailando en medio de la sala. Tal vez, pensé, sería cuestión de un rato hasta que se vayan y me dirigí a mi cuarto bostezando y forzando los ojos que se me caían de sueño. Cuál fue mi sorpresa al ver a dos muchachos que tenían relaciones íntimas en mi habitación y abundante olor a marihuana que lo invadía todo; además, me gritaban que me largara.
Recogí una sábana de la ropa sucia y cerré la puerta tratando de no hacer ruido. Traté de acercarme a Miguel, de preguntarle cuanto rato más se quedarían sus amigos. Que tenía que trabajar mañana muy temprano, que si podía bajar el volumen de la música, que si me dejarían la habitación libre. Que, además, en cualquier momento vendrían los vecinos a quejarse. Todo sin respuesta.
La imagen de mi madre detenía cualquier intento mío de tomar iniciativa por mi cuenta para mejorar las cosas. Así que busqué el rincón más oscuro de la sala y me tumbe en el piso mirando como se divertía Miguel con la chica rubia, pensando en mi espacio invadido, en mi tiempo perdido, en mis preguntas sin respuesta y en la pesadilla de algún viaje a Francia que nunca sería.

domingo, 7 de diciembre de 2008

CRÓNICA 13

La estrella que nunca nació


Había tenido que asistir a una reunión de emergencia del partido. Pobre Lucho carajo, exclamó. Se lo habían llevado los tombos en la mañana. Le rompieron su puerta a patadas. Lo tenían planeado. Toda la casa se la tiraron encima las mierdas esas. Qué se deje de huevadas y mejor vaya soltando todo terruco de mierda. Dónde estaban las armas. ¡Habla carajo! …Y el flaco, ¡de qué diablos hablan! ¡Quiénes se creían para entrar así a su casa!... ¡dónde está la orden!... No tienen ningún derecho y les paraba el macho.
¿Qué no tenemos ningún derecho, dice? Y se miraban y cagaban de la risa frente a la Carmencita y sus hijos que no dejaban de gritar cuando uno de esos tiraba los libros de la biblioteca de su esposo, removían los muebles, las camas, los cuadros, la cristalería, toda, se la tiraron abajo. Hasta llegaron a manosear a la Katy, su hija, sus pechitos. A no, eso no lo iba a permitir el flaco, y se lanzó como una fiera sobre el tipo ese. Que lo llenaba a puño limpio y patada porque de huevón ni un pelo y los tombos que lo chapan de a tres, que lo van a matar gritaba la Carmen y el flaco mismo colegial se zafaba de uno como si nada y alguien gritó, tombos abusivos y se incendio la rabia al ver al pobre flaco como le daban con palo y la bronca ya no era con Luchito nomás sino con todo el vecindario, con los chibolos que les lanzaban piedras, con los más viejos y señoras que no dejaban de mandarlos a la mierda y los vecinos salían todos a mirar, se ganaban con el roche, desde los edificios, en los techos, las ventanas, las combis que pasaban también hacían barra dando bocinazos. Metían cizaña. Se cagaban de la risa.
Otros se metían así nomás sin preguntar. Chismeaban calladitos. Era mejor que ir al cine. Segurito. ¿Pero qué mierda se habrían creido esos rayas? Pensó mientras se dirigía al partido a encontrase con el cholo Aréstigue para poder sacar al flaco de la comisaría. Habían quedado en el mismo lugar. En la plaza 2 de Mayo. No me falles. Van a estar todos. De ahí nos vamos de frente a tumbar a los tombos. No era posible que no le hayan permitido ver a sus hijos tantos días. Carajo, ¿acaso no saben que luchábamos por ellos? ¿Acasó ellos mismos no eran victimas de este sistema? Nosotros estábamos luchando contra eso. Nos entregábamos día y noche para tratar de cambiar las cosas, para que se dé una verdadera distribución de nuestras riquezas, para ya no ver más pobres en la ciudad. Para que los provincianos ya no tengan que salir de su tierra a trabajar como sirvientes y regresaban despreciando su tierra, su lenguaje y todo para que los mismos de siempre sean los únicos que se beneficien. Pero así era el sistema, argumentó, muestra sus colmillos en los lugares menos pensados. Vuelve a las victimas contra si mismos. Y si había que entregar la vida para beneficio del pueblo, él no lo dudaba. Para eso estaban ahí.
Pero eso sí, nada que ver con los terrucos, eso es otra cosa. Una interpretación trasnochada de la verdadera revolución. Ideas de afuera que obligaban a imponerse en un país, en un contexto, totalmente diferente. Ellos mismo eran parte del sistema alienante que los aplastaba y embullia. Colérico intento sacarse a los carros que estaban adelante. Entre mentadas de madre se abría paso con la imagen fija del flaco en prisión.
Detuvo el carro en la plaza 2 de Mayo y sin pensarlo dos veces se unió a la turba que estaba allí con banderas y pancartas que mostraban el rostro de Lucho. Ahí estaban la esposa y la hija dirigiendo el mitin. Llenando las calles de aplausos y vivas desde los parlantes. Ahí estaban todos. Amigos de colegio, familiares y hasta el más pequeño de la familia era cargado con entusiasmo desde la tarima, donde ahora se escuchaba uno de los huaynitos que tanto le fascinaban a Lucho cuando él y el flaco viajaron todo un mes, sin un sol, a conocer la sierra y se aprendían de memoria los poemas de Nazin Hikmet.
Porque para saber de la verdadera revolución, le había dicho el flaco esa vez, uno tenía que saber sus consecuencias. Sintió su mejilla humedecerse. Estoy llorando, se dijo y gritó con más fuerza mientras se dirigían a la comisaría en busca del flaco apoderándose de las calles y avenidas, formando cadenas de brazos mientras los policías asustados solo llegaban a decirles que dejaran pasar los carros. Y él recordó sus primeras huelgas estudiantiles, sus primeras pataletas contra el sistema. De esa vez cuando lo vieron encadenado frente al palacio de justicia pidiendo que liberaran a sus hermanos. Las tres semanas que pasó sin probar un solo bocado. Se acordó de los que ya no podían más y se rendían excusándose que había una familia que mantener. Pero él sabía muy bien que no era eso, sino que se morían de miedo de que los vieran sus viejos. Que al fin al cabo era algo pasajero. Pitucos de mierda, les gritaba él. Sintiéndose defraudado por sus mismos amigos que le aconsejaban que había otra manera de reclamar. Qué podrían expulsarlo de la universidad.
¿Y qué había sido de la vida de muchos de ellos? De Cáceres, Palomino, Linares. La mayoría acabó su carrera y trabajaban en ONG o ministerios, con sueldos altos. Matando sus sentimientos de culpa realizando proyectos que en verdad solo servian para engañarse a sí mismos. Pero él no, él era diferente. Siempre se mantuvo firme. No importaba si estaba solo frente al mundo. Solo llevaría a cabo la revolución.
Pero no lo estaba, él lo sabía muy bien. Entonces aparecía la figura de Teresa. El momento que la conoció. Cuando le llevaba fruta para que coma en la prisión y le preguntaba el por qué de su decisión y él se sentía como su padre. Le explicaba las cosas que pasaban en el mundo. Lo injusto que era todo y la chica ya no le recriminaba. Le traía el periódico todos los días y le enseñaba en la página central su rostro afiebrado, su barba crecida y los dos se reían, conspiraban.
Teresa. Cuántos años soportando mis locuras. Siempre estabas allí. Renunciaste a tú familia, a tu posición, por un viejo barbudo y sin titulo que soñaba con algo que tú, en el fondo, no creías por más que intentabas. ¿Y qué hice yo? No pude ni siquiera hacerte verdaderamente feliz. Darte la felicidad que toda mujer espera. Porque este viejo revolucionario qué tu admirabas boquiabierta y pensabas que tenia la respuesta para todo, no podía hacer algo tan simple como darte un hijo.

viernes, 24 de octubre de 2008

CRONICA 12



Secretos


Y un día todo cambió. Ya no era el mismo de antes. Ya no nos recibía con su risa bonachona como todos los domingos que íbamos a visitarlo con la familia. Ya no quería (así nos dijo esa mujer extraña vestida de blanco que apareció de la nada) que nos trepáramos a tus piernas y nos durmiéramos- mi hermana y yo- mientras nos contabas tus historias de aviadores que se perdían en la selva y comían lagartos y se quedaban a vivir ahí con las mujeres más lindas y nos mostrabas orgulloso tus heridas de guerra cuando pertenecías a la fuerza aérea. Diciéndonos -mientras nos abrigabas con las sábanas en aquel nuestro cuarto tatuado de aviones de toda una vida- que no hay nada como contemplar el atardecer desde allá arriba. Sentir el nacimiento de un arco iris ¿Te acuerdas? Cómo abrías la boca como un oso para recibir los chocolates que tanto te gustaban y te traíamos haciéndote la persona más feliz de la tierra y nos preguntabas qué tal nos había ido en el colegio y te enorgullecías de tener unos nietecitos tan inteligentes.
Hasta que un día apareció esa otra figura ¿Quien era esa mujer que estaba siempre a tu lado y nos negaba estar contigo? ¿Qué hicimos Gebrielita y yo para que nos trataras así? Nos mirabas desde el fondo de esos ojos y sólo llegabas a estirar la mano cuando querías comunicarte y antes que Gabrielita adivinara tu urgencia aparecía esa desconocida. En el almuerzo, mientras mamá y tío Alfredo se reían recordando sus travesuras de niño, a veces te dormías con el cucharón suspendido en la mano de esa extraña. A veces un olor raro cortaba la conversación y todos volteaban a mirarte con ya acostumbrada indiferencia. Entonces aparecía ella y ayudaba a levantarte y ya no volvías a aparecer sino hasta el día siguiente, siempre con la misma mujer a tu lado, como una maldita condena. Te peinaba y perfumaba con colonia que no era de hombre y te ayudaba a vestir y como si tú no pudieras, como si tú... imagínate, que solías jugar a los gladiadores con nosotros y te repetías incansable que a ti nadie te vence.
Ahora verte así, pasando horas enteras sin decir nada. Clavado en esa silla de metal que cambiaste por el amor de nosotros. Todo porque alguien, no sé cómo, te dijo que yo no quería ser aviador como tú. Y es que a mí, abue, siempre me causó miedo estar allá arriba, dentro de la barriga de ese monstruo de metal. Y si un día que me invitaste a viajar lo hice, era porque te amé y te amaré siempre. Y me tragué el miedo sólo para verte reír y cerrar los ojos de felicidad. Por verte decirles a tus amigos que su nietecito le había salido igualito al abuelo y me cargabas sobre tus hombros imitando el sonido de esas naves y estirabas las manos, mientras yo me aferraba a tu cabeza y así recorríamos toda la ciudad hasta llegar a la heladería, la misma heladería, el mismo lugar, donde me confesaste que le ofreciste amor eterno a la abue. Y me mostrabas tú nombre y el de ella escrito sobre la mesa. Escrito con la temblorosa ortografía de un enamorado. Pero no. Lo mío es acá. Me decía a mi mismo. Eso tú nunca lo supiste. Tampoco sabías que a veces me despertaba en la madrugada mojado porque tenía pesadillas con eso que a ti tanto te gustaba y que me encerraba en el baño para que no me veas llorar. ¡Cómo iba a defraudarte a ti!
Qué no quieras hablarme yo lo comprenderé, ¿pero Gabriela, qué tiene ella que ver en todo esto? Gabrielita siempre te fue fiel. La pobrecita, no sabes como lloró cuando esa bruja que ahora te acompaña le dijo que ya no volverías a comer chocolate y tú ni siquiera te dignaste a mirarla desde ese otro lugar, desde esa silla llena de tubos que se te metían por la nariz y el brazo y toda esa gente extraña que no nos permitía verte y decían preocuparse por ti.

lunes, 20 de octubre de 2008

CRÓNICA 11


En los extramuros
Lo despertaron en la madrugada dos hombres de traje blanco alrededor de su cama. En el marco de la puerta su mamá lloraba inconsolable ante su padre que solo le atinó a decirle al oído:”Miguel, tienes que irte hijo”. El no supo que responder. Todo le parecía un sueño de esos que solía tener cuando era muy pequeño. Así que inclinó leve la cabeza y con un gesto de ciego se refregó los ojos y buscó a tientas su ropa de diario y su disco de Oasis que siempre llevaba cuando imaginaba que el viaje iba a ser largo. Los dos hombres vestidos de blanco se sintieron avergonzados y sin saber qué hacer. Cuando salieron a la calle los vecinos miraban el espectáculo como si estuvieran en el teatro. Los más curiosos trataban de acercarse y al ver el rostro de pena de los padres de Miguel se daban media vuelta y se olvidaban del tema. Ya adentro en el carro, Miguel sintió que esto debió ser lo más cerca de la fama que haya tenido y hizo un gesto de risa, saludando a los que murmuraban en pequeños grupos reunidos alrededor de su jardín. Su perro ladró y lo siguió con la mirada.
Cobró conciencia sobre hacia donde lo llevarían. Así había sido siempre cuando sus padres se sentían impotentes, pensó. Cuando aparecía ese otro Miguel que él mismo odiaba pero que no podía controlar desde niño. Cuando le pegaba a su mejor amigo del barrio y regresaba en llantos a la casa diciéndole a mamá que no sabia que le había pasado y su mamá, siempre, “No te preocupes hijo. Yo te voy a ayudar” y lo llevaban donde la Amelia, la gitana, para que se le quitara el diablo y le aseguraban que era algo pasajero, que lo habían bautizado tarde y nada más y le pasaban un huevo sobre el pecho y la brujita miraba la yema en un vaso de agua y le amarraban una cinta verde en la muñeca y después de un silencio la Amelia le aseguraba a la señora que ya está.
Después de un tiempo regresaba el otro Miguel y no entendían el por qué de su descontrol. Rompía el televisor y desafiante amenazaba con el cuchillo a su madre que se deshacía en lagrimas a los pies del niño pidiéndole disculpas por lo que hizo y no pudo hacer y él corría a su cuarto a encerrarse en su mundo de música y televisión, abriéndose heridas en el brazo hasta que caía cansado al pie de su cama, sintiéndose niño otra vez.
Lo recordaba bien todo, como si hubiese pasado ayer. Se quedó con la mirada clavada en el paisaje que discurría entre los cristales pensando si algún día podía llegar a ser como ese chico que pasaba por ahí con su novia, abrazándola, ir a la universidad, llegar a ser especialista en cibernética y comprarles una casita a sus viejos por tanta mierda que les hizo. Nunca es tarde, se dijo en voz baja.
Sintió el pinchazo de siempre y esta vez no opuso resistencia y se dejó llevar por un sentimiento de ternura que lo abrazaba todo mientras unos sujetos lo amarraban y se le tiraban encima y le abrían la boca y ya no era él, ni ese otro al que tanto odiaban, sino un muñeco al que arrastraban por la calle.

domingo, 5 de octubre de 2008

CRÓNICA 10


CONSTANTINO


Voy a esculpir un unicornio con una lágrima mía y guardarla en tu memoria hasta que volvamos a vernos, Constantino. Yo, el joven de ahora, el que era niño de mirada gris, temeroso de vivir, que te imaginaba como el sol, implacable, casi inmortal, hoy busca en sus recuerdos y reconoce la sabiduría de un viejo navegante, el amor de un padre hacia su hijo, tantos hijos...
Sé también que tu sonrisa está en el cielo, jodiendo como te encantaba hacerlo la mayoría de las veces, con esa falsa maldad en la que se escondía un niño más, que lo único que buscaba en este mundo era amor. Ese amor que más tarde se convirtió en fuente infinita de sabiduría de la que miles de personas bebíamos a diario cuando entrábamos a esa nuestra otra casa, que fue siempre el colegio.
Quiero pedirte que me disculpes porque la última vez que te vi andabas apurado entre el tumulto y la bulla en la feria del libro y no me atreví a saludarte. Quiero que sepas que si tal vez no fui ese prototipo de alumno reyrojino tan machacado en la cabeza de otros, sin embargo no dejé de ser menos afortunado. Quiero agradecerte por forjar en mí esa libertad que mi familia de origen nunca tuvo y que este país, día a día, se encarga de negársela a millones de nuestros hermanos como una maldita epidemia y que me ha servido y servirá para encarar la vida y mirarla de igual a igual ante tanta desigualdad. Qué la vida era muy pequeña para contenerte, Constantino.
Que si por momentos te tuve resentimientos por cómo me tratabas a veces, las noches en vela en que me he roto la cabeza pensando en ti estos ultimos tiempos, han sido más que suficientes para reconocer a otro ser humano. Con sus falencias y sus virtudes. Y qué virtudes. Al fin y al cabo fueron errores de una persona noble, desinteresada, que mostraba una gran sonrisa cuando algún ex alumno venía a visitarle y en sus ojos reconocías cuán agradecido estaba por todo lo que le ofreciste, y tal vez sin saberlo tú mismo, en que medida habías llegado a entender su corazón.
Decirte que algún día nos veremos, y ya no será sino para contarte que desde acá abajo - esta vida - todos te extrañábamos tanto.

martes, 12 de agosto de 2008

CRÓNICA 9


Cyber amor



Allí estaba la chica que tanto amabas; frente a ti se dibujaban, en unos frenesís dispersos, pero en un lenguaje que solo tú y ella podían entender, lo que era el amor. Qué mierda sabía ese tal Jesús de una relación, de lo que es el amor si nunca sus dedos rozaron esas palabras. El solamente había prolongado sus frustraciones con chicas pasajeras.
Qué importaba si te creían un loco al que solo le importaba estar las veinticuatro horas frente a su otro yo. Miluska había llegado con un destello de luz que ilumina una flor triste. En el peor momento de tu vida, cuando te creías abandonado en la soledad. Días y noches sin dormir hablando con ella, conociéndose en ese otro. Ya no importaba nada. Ir a trabajar ya no tenia sentido, salir con tus amigos, para qué, las mismas conversas, todo era igual y tu viejo, cada vez lo sentías ajeno a tu mundo de promesas y ensueños.
Cuando te preguntaba qué hacías tantas horas ahí, tú lanzabas una risa de costado, inclinando la cabeza solo atinabas a seguirle la corriente. Pobre viejo, llegabas a decir. Miluska y tú tenían planes para casarse. Tú acabarías la carrera de derecho y ella seria una gran modelo, de esas que se ven en las revistas y mandarías a la mierda todo este mundo que conspira contra los sueños, el tuyo y el de ella. De eso y muchas cosas más estában seguros Miluska y tú. ¡Aaaah… Miluska! Su sola palabra embriagaba tus noches de insomnio. Era cuestión de esperar. Era el pacto secreto que los dos habían firmado sobre la pantalla que en letras rojas, la de ella, te juraba amor todos los días desde la compu de tu casa. Te largarías de acá pronto sintiendo pena por todos.
A Miluska la conocías de pies a cabeza. Sus labios tendrían el sabor de las cerezas frescas. Sí, así seria Miluska. Tenías una fotografía de ella clavada en la pared. Le hablabas a ella cerrando los ojos. Jurabas que podías sentir el latido de su corazón cuando te acercabas a su imagen. Escucharla decir te amo. Era una foto tomada de improviso en la calle. Miluska aparecía haciendo un gesto de niña engreída frente al lente del fotógrafo que, sorprendido por la belleza que se desplegaba ante su vista, sólo atinó a dejarse llevar por sus travesuras.
Y ahí esta ella, mandándote besos desde ese otro lugar, diciendo que ya no puede soportar un día más sin verte. Que está haciendo todo lo imposible para viajar a Perú lo antes posible. Que tú también debes resistir. Eso ayudará a amarnos, amor. Te quiere decir algo más. Algo donde te dice que sí. Estás seguro. Descifras en segundos lo que te escribe. Las palabras se entretejen en pausas largas ahora. No logras descifrar más el mensaje y de pronto la pantalla destella en mayúsculas que dicen te amo. Le cuentas que ya has juntado la plata para que venga a vivir contigo un tiempo, para después perderse ambos por el mundo, que tendrán muchos hijos, que la casa que los acoja estará en una colina, bajo las sombras gigantes de unos cipreses, como las viejas postales de navidad. Que verán a sus hijos correr por la casa y gritar mamá y ella aprenderá a hacerle los pasadores y todo eso que hay que aprender para ser feliz.
Tus dedos se deslizaban por la pantalla, sintiéndola viva y es un instante en que te sientes afortunado y de pronto algo pasa y abres los ojos y la computadora te dice que ya no está en línea.

jueves, 26 de junio de 2008

CRÓNICA 8


La extrañeza de ser dos aves hurgándose el pecho y corriendo uno

Detrás del otro entre las matas y bancas del parque

E.Verástegui



Caramelo amargo



La lluvia se dibuja lenta haciendo cosquilleos sobre estatuas rígidas; sobre el reloj de una iglesia que retumba a los lejos y cae en mudo golpe, como anhelando el último roce. En parques solitarios; en las bancas solitarias, el viento se confunde con las hojas muertas que se quiebran en mil pedazos. Y en la ciudad, la noche perlada viene de los cafés, de aureolas rojas atrapadas en dedos femeninos, que ríen tras un humo espeso, azulino. Conversaciones entre vasos que van y vienen, se chocan y se consagran en besos desenfrenados. Una niña ofrece rosas húmedas robadas de calles silenciosas. Viste colegial, viste niña. Camina engreída ofreciendo sus rosas, "amarillas para los novios, rojas para los casados” y su voz se prolonga entre caras serias, adustas. Un policía la ha visto desde lejos, la diminuta figura entrando a los bares. Los mozos la ignoran cuando entra. Improvisa huaynos que ha escuchado no sabe dónde y los turistas ríen, le soban la cabecita y brillan las monedas y el mismo policía se le acerca diciendo que ya es hora, “disculpen, siempre se escapa”. La coge del hombro. Se produce un forcejeo. Grita. Gabriela abraza sus rosas y corre fuera de toda esa gente. De la ciudad que se la traga. Del miedo de saberse sola. A ratos cierra lo ojos y se imagina en casa. Pero está ahí. Escucha el sereno. Es una redada, piensa. Le quitaran su plata. Mamá la resondrará, le sacará en cara que eso era para sus cuadernos. Te jodiste. A mi no me pidas nada y ella, sin saber que responder, que no era culpa suya, que no volvería a pasar y sentiría la misma rabia contenida. La sensación de no saber que hacer. El sabor amargo de las lágrimas besando sus labios. Sabía que nunca debió vender en esa calle. Que al Charly una vez lo atraparon en el cruce de Larco con 28, donde hay puros edificios. Sacaba buena propina lustrando nomás. Pero ese día soñó con mariposas grandes y duendes que lo perseguían y cuando se tiró en la pista lo patearon y él seguía riéndose, con la mirada desorbitada, alucinando todo; cuando lo calatearon en la comisaría y los baldazos de agua le caían sin poder respirar, rogó que no lo mataran, que lo único que él hacia era ganarse la vida jefe, que trabaja pa’ su hermanita. “¿Ahora si ruegas no huevón?” y el más gordo escupió una colilla de cigarro, dejando entrever una risa. Se levantó el cinturón, volvió a escupir y le hizo un gesto indiferente a su compañero y después se fueron. El Charly no pudo dormir esa noche. Los policías, los serenos, volvían a entrar y le gritaban al oído. Todo eso se lo contó él mismo. Ella los ha visto rondar en camionetas blancas, acechando como perros, abalanzarse sobre su presa y arrancarles su mercancía y meterlos a la camioneta. Siempre hay que estar alerta; oler el miedo. Su cabeza se llena de recuerdos mientras sigue corriendo, imágenes que estallan en su mente como un lienzo. Las rosas se mueren en sus brazos. Caen a la vereda formando un sendero. Su mirada... disolviéndolo todo, en un cuadro triste. Siente sus pies desvanecerse. Ya no da más. Sabe que la atraparán igual que al Charly. Que la lucha no tiene sentido. Se detiene. Ya no le importa nada. Solo quiere dormir. Sentir a mamá que está cerca y la vendrá a rescatar.

jueves, 8 de mayo de 2008

CRÓNICA 7


Irnos

Esto escuché de un niño:

“Nos dijeron que teníamos que irnos en el transcurso de la semana; que ya no había más palabras que darle al tema y respiramos el olor de los desarraigados, la tristeza de tener nada; y la casa, con sus esteras, sus paredes cubiertas de periódicos, su tierra aplanada por los pasos de nuestros abuelos, se nos impuso con sus ruegos de huérfanos; ya no veríamos las estrellas desplegar su brillo de lagrimas por entre las grietas, que entre yo y mi hermano habíamos aumentado para verlas entrar silenciosas y derramarse durmiéndose en su charco de luz blanquecina; ya no veríamos al cerro despertándose de su letargo de sal y neblina como nos acostumbrábamos yo y él. Y el frió mortuorio ya no nos acariciaría más por las noches hasta llegar a nuestra cama, de Papá , mamá y hermano, que éramos felices en ese cuadrado de paja y tornillos, con los patos y gallinas dejando su plumaje caer lento por sobre la casa.
Y a ellos, aquel día, se les veía reunidos en el patio sin ganas de nada y yo los miraba, desde sus penas escarbar en la basura, realizar vuelos inútiles, como una manifestación obrera. Pero todo estaba perdido y lo sabían y nosotros, mi hermano y yo , sin saber que hacer, recordamos los olores primeros; el olor de las esteras viejas de nuestra casa; recordábamos con los ojos cerrados caminando y tocando cada ricón de su estructura, aquél donde conversábamos con los muertos que la abuela invitaba cuando perdió la vista; aquel otro donde ocultábamos nuestra primer diente; y embriagados de felicidades pasadas nos olvidábamos que ya nada nos pertenecía; que no importaba qué pasaría después, seríamos los sin tierra, sin recuerdo de nosotros mismos más que esta nuestra pena vestida de tiempo.
Nadie hablaba de cuando llegarían esos hombres y nos despojarían. Seguíamos conversando de los problemas de siempre, riendo de papá que dormía de noche y trabaja de día recogiendo todo en la ciudad dormida. Que cuando regresara nos traería un regalo. Siempre hay algo que traer, nos decía cargando entre sus hombros botellas y cartones. Tal vez algún día encuentre algún cofre con mucho dinero y podamos comernos todos los helados del mundo, ¿no? Un cofre, como los de esos cuentos de piratas que se leen en esas historias.
Pero de eso ya hace mucho. No había ganas de nada, ahora. Papá regresaba borracho y se dormía sobre su propio vomito, mamá lloraba con sus novelas y tejía, nadie sabía para quien y una vez terminado su trabajo deshacía todo y comenzaba su propio martirio. Entonces comprendimos que el peso de la casa era una pena de la que nunca nos recuperaríamos; que no importaba si esos hombres entraban en la madrugada y nos encontraban ahí; destruirían la casa con nosotros adentro; escucharíamos las palas metálicas desmoronando nuestro único hogar, a mama tejiendo sin sentido y el grito seco de ese monstruo de metal matando nuestros recuerdos y yo abriría los ojos para volver a dormir; diciéndome que todo pasaría cuando vuelva a despertar; que todo sería como antes de venir a vivir acá.”