domingo, 4 de noviembre de 2007

CRÓNICA 4

LOS OTROS
Debo admitir que mi condición de inquilino ha creado cierto estado en mí, que desconocía hasta entonces. Han emergido ciertas ideas a mitad de la noche, cuando la claridad del día despunta y el cielo se torna de un color azulino, de ese tono azulino con el que los rayos del sol atraviesan las profundidades del océano. Porque una vez despierto, no logro conciliar el sueño. Es entonces que en el silencio de la madrugada miro hacia mi ventana desde la cual se ve el cielo y se mete la bulla de afuera. Y es ahí que logro entender el por qué de mi actual estado.
Son ellos, los de afuera, a quienes debo tales razonamientos que irrumpen en mi vida. Quienes me han alejado de mí. Y si antes disfrutaba en la soledad de mis libros, ahora son los alaridos del perro que provienen del primer piso, que me han alejado de estos. Y dejo que ladre hasta la estupidez. Y en la tarde, cuando solo estamos yo y él, saco la cabeza por mi ventana y le lanzo escupitajos. Y por un momento nos miramos, él inclina su cabeza adivinando de dónde vienen, aquella sensación que lo hace sentir extraño en su propia casa. He pensado en tirarle un trozo de carne pasada. Pero tendría que ser días antes de que deje este lugar, que los deje a ellos.
Ellos. Y si menciono el plural es la realidad. Comenzando por el inquilino de al lado. De quien me separa una pared de madera. Así de juntos estamos. Puedo oír sus pasos, cómo sus movimientos bruscos talan mi tranquilidad. Jamás imaginé alquilar un cuarto y tenerlo que compartir con un desconocido. Ha sido lo menos solo que he podido estar. El desconocido llega a la misma hora de siempre. Siempre, el lento movimiento del cerrojo. Siempre, hurgando entre sus cosas y después, la muerte de los vivos: el sueño.
Pero si hay alguien a quién culpo, ese debe ser el hijo del dueño de este miserable cuarto. Más de tres veces me he topado con él y se ha negado a saludarme desviando la vista. Este gesto, que puede considerarse indiferente en algunos, en mí ocasiona ciertas reacciones internas que no lindan con lo normal. Una vez lo obligué a saludarme con la mirada fija en él, inmediatamente su mirada se turbó. Si fuese alguien a quien no viera más me daría igual, pero no. Cierta altivez presumo, hace que tome tal decisión. Ignóralo, es lo mejor, me sugirió un amigo cuando le comenté el tema. Hay una falsa seguridad que trata de infundir con ese gesto. Como una torre de naipes, que al primer soplo se derrumbará. Yo he pensado en muchas cosas. Por ejemplo (y esto no va mas que en un pensamiento) escupirle en la cara. Me pregunto cual sería su reacción al ver desmoronar su impostada actitud. Pero tendría que ser delante de su enamorada. Hay personas que merecen infundirles cierta inseguridad.
En las tardes, oigo al dueño de la casa hurgar en su propia vida. Tratando de prolongar algo que lo saque de aquel estado de indiferencia. Suspendido en la nada, un chispazo de luz lo obliga a hablar con su mascota. Su contrato con la vida ha terminado. Y es entonces, en ese estado, que suele llenarla leyendo la Biblia o removiendo el polvo acumulado en los rincones. Se resiste ante la nada.
Hoy, al entrar, he notado cierto cambio en el dueño. Un motivo, un acto, me pregunto, ha trastocado su normal aburrimiento: “hoy juega Perú, ¿qué, no sabes?” No supe qué decir cuando respondió. No inquirí más. Y en mi mente quedó grabada la imagen de las paredes de la cocina con trapitos blancos y rojos.
Vuelvo a mis libros. En sus quimeras y verdades no hallo siempre respuestas, pero al menos dejo de ser un inquilino.

1 comentario:

Chachatroso dijo...

Si no fuera por el título, hubiese pensado que es un buen fragmento de un cuento, y creo q es más meritorio no? pues cuentas tu vida y experiencias de una manera increíble....

saludos...