viernes, 14 de diciembre de 2007

CRÓNICA 6


RECUERDOS


Una mañana húmeda, bajo un cielo nostálgico, escuché un quejido, como el llanto de un recién nacido. El llanto se prolonga, corta el silencio. Afuera, mamá lava y su llanto es el de una niña. Mamá siempre lavaba escuchando a Manzanero, ¿en qué pensabas mamá? Yo tenía doce años y de la casa de mis hermanos, mi lugar favorito era el cuarto de mi hermana. Salpicado de estrellas de cine y cantantes, mi hermana tenia la costumbre de imprimir sus labios en esos recortes que, con el tiempo, se iban poniendo amarillentos. Porque ella soñaba despierta. Y cuando quería besar a uno de sus galanes, solo cerraba los ojos y humedecía nuestro televisor. Todo eso eran los domingos, cuando Viejo me llevaba a ver a la familia materna que vivía en ese entonces en Héroes del Pacifico, pueblo joven de Chorrillos.
La casa de mi familia era extraña; extraños los personajes que a veces entraban y ya no volvían. Recuerdo a uno de ellos. Lo recuerdo siempre dormido sobre un sofá roto, para mi era un gigante, lo imaginé siempre así. Su barriga subiendo lentamente, hasta casi reventar la camisa y después ese estruendo de guerra de sus ronquidos, que hasta ahora conservo. Siempre me pareció extraño el gigante. Como una enorme malagua apoderándose del sillón. Alguna vez pensé que a lo mejor estaba muerto, así que traté de hundir un trozo de madera sobre esa isla que parecía su barriga. De pronto, el gigante sacudió la cabeza y al verme volvió al sueño. Años más tarde me enteraría que aquel ser, para mi fantástico, era mi tío y que tenia la costumbre de visitarnos borracho. Después supe que murió de una enfermedad al hígado y ya no se mencionó su nombre en casa.
Yo nunca me acostumbré a dormir en esa casa, tal vez por el frió que entraba como navajas en la madrugada y los mosquitos que caminaban por nuestras caras. Pero mi abuela sí, que tenía la rara habilidad de matarlos a todos de un solo manotazo durmiendo. Uno nunca se sentía solo en aquella casa, por lo demás. Estaban los gatos, los patos que desfilaban por la cocina y los perros que mamá había adoptado en sus años de soledad. Pero sobre todo estaban los vecinos que conversaban de todo y nada hasta la noche. Y después nuestras primas, que vivían al lado y que siempre traían algo nuevo.
Una vez, en vísperas de navidad, se corrió el rumor de que el alcalde llegaría al pueblo trayendo regalos y un camión llenos de pavos. Todo el barrio estaba listo. Días antes se veía a los vecinos pintando su casa, removiendo el polvo, cortando la mala hierba. Algunos habían dibujado la cara del alcalde sobre sus casas; los borrachos y drogadictos fueron sacados del pueblo. Y es que se había dicho que la televisión llegaría y esa oportunidad nadie quería desperdiciarla. Algunos pensaban que era el mejor momento de mostrar los talentos guardardos que había en cada habitante. El día llegó y el alcalde sí se presentó. Apareció sobre una camioneta, seguida por otra más grande de donde se lanzaban pavos. Me dijeron que tenía que ir. Estuve un rato esperando la camioneta, que pasó como un meteorito. Para mi mala suerte nunca pude arrancarle un pavo y caí sobre la tierra, empujado por el tumulto, madres con niñas a la espalda, chibolada gritando en medio del polvo. Así que cuando llegué a casa, todos ya se imaginaban lo que pasó.



***


Hubo un tiempo en que nos acostumbrábamos a dormir temprano. Se apagaba el televisor a las dos, después de las telenovelas y algunos se echaban a dormir. Abuela tejía o se dedicaba a maldecir de la promiscuidad de mamá sentada en su silla y con la radio prendida, mientras despulgaba al gato. Mis hermanos desaparecían y no regresaban hasta bien de noche. En ese entonces, con la casa a solas, me revolcaba en la tierra imitando al loro de mamá. Una mañana lo solté y el loro se estrello contra la pared: le habían cortado las alas al loro viejo que solía acompañar a mi hermana cuando cantaba.
Un día pregunté porque esa costumbre de no comer algunos días, solo me bastó el silencio de la abuela para entender que no era un juego. Desde esa vez solía llevar algunas cosas de la refri de la casa de papá. Y opté por pasar inadvertido cuando iba a la casa de mis hermanos, pero con la barriga llena. Después pensé que todos hacían lo mismo. Cada uno había almorzado en sabe dios qué lugar. ¿Así de raros éramos? A veces se nos acababa el kerosene y teníamos que ir, los más pequeños, a buscar leña. Y así terminábamos comiendo tarde, pero comiendo finalmente.
Yo me divertía con todo eso, pero ahora que lo pienso mis hermanos me deben haber odiado, aunque jamás me lo hicieron saber. O al menos así parecía. Lo que para mí era un juego, era en ellos la verdad de cada día.

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