domingo, 21 de diciembre de 2008

CRONICA 14


EL INQUILINO


Mamá siempre me habló de Miguel. Lo estimaba bastante. Cuando llegaba cansada del trabajo (en ese entonces andaba yo perdido en los exámenes finales) agradecía el momento en que lo conoció, la oportunidad que le brindó de poder trabajar en su casa.
Sin secundaria y con un hijo a cuestas, madre sufría al verme llorar y sin poder hacer nada por darme algo en esta vida. Por eso, nunca se cansó de repetirme que fue un milagro de Dios el conocer a un joven tan bueno. Así fui conociendo a ese tal Miguel del que tanto me hablaba en las pocas horas que madre estaba en la casa. Y de cuando le ofreció trabajar para su familia, una de las tantas veces que solía caminar de puerta en puerta en busca de alguien que se compadeciera.
Yo recuerdo aún el rostro feliz de ella aún cuando el cansancio la ganaba y se dormía en la sala y sus envejecidos ojos despertaban para verme ir a la universidad. A mí se me quebraba la voz y prefería llorar a solas en el baño al verla trabajar a sus sesenta años. Maldecía a ese señor que nunca conocí y del que ella se negó a hablarme hasta el día de su muerte.
En cambio, cuando hablaba de Miguel, sus ojos se llenaban de vida y se juraba que no me dejaría sin acabar la universidad. Desde entonces es que el nombre de ese chico que tanto nos había ayudado era una interrogante que nunca terminaba de inquietarme. Sobretodo porque jamás lo veía.

Acabada la universidad, graduado en psicología, me prometí que mamá ya no tendría que hacer ningún esfuerzo que le robara los tantos años de vida que le tomó criarme y sobre los que yo, en secreto, me culpabilizaba día y noche. Estuve en más de tres trabajos y ahorraba todo lo que podía para comprarle una casita a la vieja que pasaba horas recordando su niñez, acariciando fotos donde salía ella en la playa junto con su familia, "cuando era bella", así decía. Ella a los doce años vestida de princesa. Ella en alguna feria comiéndose una enorme manzana azucarada y al fondo payasos subidos en zancos e improvisando sonrisas.
Pero, dentro de todo, siempre regresaba al nombre de ese joven que yo conocía por lo que me contaba. De lo bien que la trataba y que le decía que no, cuando se exigía mucho. Había veces que le pedía que no hiciera nada y le contara sobre su vida. Entonces le hablaba que había tenido más de ocho hermanos pero que solo conoció a dos. De su primer trabajo con una señora que era muy mala y no le permitía ir a la escuela, a la que ella sentía que odiaba pero no podía hacer nada porque le daba casa y comida. La vez que se enamoró y que me tuvo a mí. Que aquel mi padre le pidió que abortara o sino se marcharía y que por tenerme se marcho.
El joven Miguel nunca utilizó la palabra sirvienta para llamarla y alguna vez le dijo que era como su segunda madre. Nunca mostré interés en conocer a esa persona que la regresó a vivir. Agobiado por acabar la universidad solía pasarme todos los días afuera haciendo todo tipo de trabajos para salir adelante. Fue la muerte de mamá lo que creó en mí la necesidad de conocer al tal Miguel.

No tuve que esperar mucho para verlo. Fue una llamada de madrugada y en la que me suplicaba que lo hospedara por unos días solamente, hasta que arreglara unos documentos para viajar a Francia, donde había ido a vivir su familia. No le pregunté cómo había conseguido mi número y menos aún me atreví a negarle el favor. La imagen de mi madre se me vino a la mente y sin prestar atención a lo que me decía, sólo atinaba a responder que sí a todo. Al fin vería, yo agradecido, la cara de quien le había devuelto la alegría a mi madre.


Ordené lo más que pude mi habitación y compré una pizza para recibir a mi invitado que, me había dicho, llegaría en cualquier momento. Traté de improvisar algún discurso, evitando mi nerviosismo, pero este era inevitable. Así estuve toda la tarde, mirándome al espejo y recreando alguna manera de presentación que no cayera en el sentimentalismo, hasta que el timbre sonó. Y solo entonces, mis ojos por fin pudieron ver al Miguel del que tanto me había hablado ella. Era un chico que podría tener mi edad o hasta podría ser menor y al que de sólo verlo me vi en la obligación de abrazar. Hablamos de la vez que mamá tocó su puerta y él no supo qué hacer con esa mirada. La ternura que había sentido sólo de verla y de como siempre le hablaba de mí. De la pena que sentía al no poder ofrecerme nada. Hablamos, recuerdo, toda la noche evocando a mi madre y yo podría asegurar que mamá estaba allí. Que fue ella quien le dio mi dirección.


Los días pasaban y yo salía muy temprano para el trabajo que quedaba lejos de mi casa. Cuando regresaba cansado, un Miguel servicial me abría la puerta y me enseñaba francés. Qué en cualquier momento se iría - decía - que lo disculpara por el atraso de sus documentos y tomábamos unas botellas de vino y el me convencía de que me vaya a Francia con él. No sé cuanto tiempo transcurrió desde que lo vi la primera vez, pero imaginaba que esos documentos demorararían en salir y que esa sería la única vez que lo vería y era una forma de agradecerle por todo lo que hizo por mi madre.


Hasta que un día llegue muy tarde a mi departamento y desde el primer piso pude escuchar un ruido que provenía de mi habitación. No le presté atención y me conformé con imaginar que Miguel había dejado la radio prendida. Cansado y lleno de papeles, apenas si pude abrir la puerta. Allí estaba Miguel y una chica más, bailando en medio de la sala. Tal vez, pensé, sería cuestión de un rato hasta que se vayan y me dirigí a mi cuarto bostezando y forzando los ojos que se me caían de sueño. Cuál fue mi sorpresa al ver a dos muchachos que tenían relaciones íntimas en mi habitación y abundante olor a marihuana que lo invadía todo; además, me gritaban que me largara.
Recogí una sábana de la ropa sucia y cerré la puerta tratando de no hacer ruido. Traté de acercarme a Miguel, de preguntarle cuanto rato más se quedarían sus amigos. Que tenía que trabajar mañana muy temprano, que si podía bajar el volumen de la música, que si me dejarían la habitación libre. Que, además, en cualquier momento vendrían los vecinos a quejarse. Todo sin respuesta.
La imagen de mi madre detenía cualquier intento mío de tomar iniciativa por mi cuenta para mejorar las cosas. Así que busqué el rincón más oscuro de la sala y me tumbe en el piso mirando como se divertía Miguel con la chica rubia, pensando en mi espacio invadido, en mi tiempo perdido, en mis preguntas sin respuesta y en la pesadilla de algún viaje a Francia que nunca sería.

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