En los extramuros
Lo despertaron en la madrugada dos hombres de traje blanco alrededor de su cama. En el marco de la puerta su mamá lloraba inconsolable ante su padre que solo le atinó a decirle al oído:”Miguel, tienes que irte hijo”. El no supo que responder. Todo le parecía un sueño de esos que solía tener cuando era muy pequeño. Así que inclinó leve la cabeza y con un gesto de ciego se refregó los ojos y buscó a tientas su ropa de diario y su disco de Oasis que siempre llevaba cuando imaginaba que el viaje iba a ser largo. Los dos hombres vestidos de blanco se sintieron avergonzados y sin saber qué hacer. Cuando salieron a la calle los vecinos miraban el espectáculo como si estuvieran en el teatro. Los más curiosos trataban de acercarse y al ver el rostro de pena de los padres de Miguel se daban media vuelta y se olvidaban del tema. Ya adentro en el carro, Miguel sintió que esto debió ser lo más cerca de la fama que haya tenido y hizo un gesto de risa, saludando a los que murmuraban en pequeños grupos reunidos alrededor de su jardín. Su perro ladró y lo siguió con la mirada.
Cobró conciencia sobre hacia donde lo llevarían. Así había sido siempre cuando sus padres se sentían impotentes, pensó. Cuando aparecía ese otro Miguel que él mismo odiaba pero que no podía controlar desde niño. Cuando le pegaba a su mejor amigo del barrio y regresaba en llantos a la casa diciéndole a mamá que no sabia que le había pasado y su mamá, siempre, “No te preocupes hijo. Yo te voy a ayudar” y lo llevaban donde la Amelia, la gitana, para que se le quitara el diablo y le aseguraban que era algo pasajero, que lo habían bautizado tarde y nada más y le pasaban un huevo sobre el pecho y la brujita miraba la yema en un vaso de agua y le amarraban una cinta verde en la muñeca y después de un silencio la Amelia le aseguraba a la señora que ya está.
Después de un tiempo regresaba el otro Miguel y no entendían el por qué de su descontrol. Rompía el televisor y desafiante amenazaba con el cuchillo a su madre que se deshacía en lagrimas a los pies del niño pidiéndole disculpas por lo que hizo y no pudo hacer y él corría a su cuarto a encerrarse en su mundo de música y televisión, abriéndose heridas en el brazo hasta que caía cansado al pie de su cama, sintiéndose niño otra vez.
Lo recordaba bien todo, como si hubiese pasado ayer. Se quedó con la mirada clavada en el paisaje que discurría entre los cristales pensando si algún día podía llegar a ser como ese chico que pasaba por ahí con su novia, abrazándola, ir a la universidad, llegar a ser especialista en cibernética y comprarles una casita a sus viejos por tanta mierda que les hizo. Nunca es tarde, se dijo en voz baja.
Sintió el pinchazo de siempre y esta vez no opuso resistencia y se dejó llevar por un sentimiento de ternura que lo abrazaba todo mientras unos sujetos lo amarraban y se le tiraban encima y le abrían la boca y ya no era él, ni ese otro al que tanto odiaban, sino un muñeco al que arrastraban por la calle.
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