Secretos
Y un día todo cambió. Ya no era el mismo de antes. Ya no nos recibía con su risa bonachona como todos los domingos que íbamos a visitarlo con la familia. Ya no quería (así nos dijo esa mujer extraña vestida de blanco que apareció de la nada) que nos trepáramos a tus piernas y nos durmiéramos- mi hermana y yo- mientras nos contabas tus historias de aviadores que se perdían en la selva y comían lagartos y se quedaban a vivir ahí con las mujeres más lindas y nos mostrabas orgulloso tus heridas de guerra cuando pertenecías a la fuerza aérea. Diciéndonos -mientras nos abrigabas con las sábanas en aquel nuestro cuarto tatuado de aviones de toda una vida- que no hay nada como contemplar el atardecer desde allá arriba. Sentir el nacimiento de un arco iris ¿Te acuerdas? Cómo abrías la boca como un oso para recibir los chocolates que tanto te gustaban y te traíamos haciéndote la persona más feliz de la tierra y nos preguntabas qué tal nos había ido en el colegio y te enorgullecías de tener unos nietecitos tan inteligentes.
Hasta que un día apareció esa otra figura ¿Quien era esa mujer que estaba siempre a tu lado y nos negaba estar contigo? ¿Qué hicimos Gebrielita y yo para que nos trataras así? Nos mirabas desde el fondo de esos ojos y sólo llegabas a estirar la mano cuando querías comunicarte y antes que Gabrielita adivinara tu urgencia aparecía esa desconocida. En el almuerzo, mientras mamá y tío Alfredo se reían recordando sus travesuras de niño, a veces te dormías con el cucharón suspendido en la mano de esa extraña. A veces un olor raro cortaba la conversación y todos volteaban a mirarte con ya acostumbrada indiferencia. Entonces aparecía ella y ayudaba a levantarte y ya no volvías a aparecer sino hasta el día siguiente, siempre con la misma mujer a tu lado, como una maldita condena. Te peinaba y perfumaba con colonia que no era de hombre y te ayudaba a vestir y como si tú no pudieras, como si tú... imagínate, que solías jugar a los gladiadores con nosotros y te repetías incansable que a ti nadie te vence.
Ahora verte así, pasando horas enteras sin decir nada. Clavado en esa silla de metal que cambiaste por el amor de nosotros. Todo porque alguien, no sé cómo, te dijo que yo no quería ser aviador como tú. Y es que a mí, abue, siempre me causó miedo estar allá arriba, dentro de la barriga de ese monstruo de metal. Y si un día que me invitaste a viajar lo hice, era porque te amé y te amaré siempre. Y me tragué el miedo sólo para verte reír y cerrar los ojos de felicidad. Por verte decirles a tus amigos que su nietecito le había salido igualito al abuelo y me cargabas sobre tus hombros imitando el sonido de esas naves y estirabas las manos, mientras yo me aferraba a tu cabeza y así recorríamos toda la ciudad hasta llegar a la heladería, la misma heladería, el mismo lugar, donde me confesaste que le ofreciste amor eterno a la abue. Y me mostrabas tú nombre y el de ella escrito sobre la mesa. Escrito con la temblorosa ortografía de un enamorado. Pero no. Lo mío es acá. Me decía a mi mismo. Eso tú nunca lo supiste. Tampoco sabías que a veces me despertaba en la madrugada mojado porque tenía pesadillas con eso que a ti tanto te gustaba y que me encerraba en el baño para que no me veas llorar. ¡Cómo iba a defraudarte a ti!
Qué no quieras hablarme yo lo comprenderé, ¿pero Gabriela, qué tiene ella que ver en todo esto? Gabrielita siempre te fue fiel. La pobrecita, no sabes como lloró cuando esa bruja que ahora te acompaña le dijo que ya no volverías a comer chocolate y tú ni siquiera te dignaste a mirarla desde ese otro lugar, desde esa silla llena de tubos que se te metían por la nariz y el brazo y toda esa gente extraña que no nos permitía verte y decían preocuparse por ti.
2 comentarios:
Que bueno que está tu blog, vendré a visitarte más seguido.
http://gymbrainstorming.blogspot.com/
Gracias Mariana. Veré el tuyo.
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